Publicado el viernes 7 de septiembre de 2007 - Edici�n No. 912 | Inicio | | Foros | Favoritos | Buzón | ? |
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Helados en el microondas
Julieta de Diego de Fábrega

A veces, mientras trabajo en la computadora, enciendo el televisor y lo tengo ahí como música de fondo. Generalmente sintonizo el canal 71 y escucho a los chefs cocinar mientras me revuelco con las letras en mi pantalla.

De vez en cuando oigo algo que me hace volver la mirada hacia el aparato. Eso de meter los helados en el horno de microondas por unos segundos para que se suavicen lo suficiente como para poder ‘trabajarlos’ siempre llama mi atención.

Me imagino que es porque me hace recordar que en mi casa eso nunca tendríamos que hacerlo. Más bien rogamos que cuando nos ataque el antojo de comernos una bolita de helado éste esté, como su nombre lo dice, ‘helado’ y no hecho una chicha, como generalmente lo encontramos.

Y es que los congeladores en mi casa son una soberana porquería, a pesar de que están bastante nuevos. Pensándolo bien, fueron malos desde que llegaron a casa. El que está en la parte de arriba de la refrigeradora -porque detesto las de dos puertas- tiene que luchar con su vecina de abajo que jamás enfrió y chorrea agua todo el día, y el otro, bueno, ese tiene que luchar con el montón de chécheres que almacenamos ahí.

Cada vez que lo abro recuerdo al buhonero de Pedrito, lo único que no guardamos allí es el ‘Mentolato’. En la tablilla de arriba están los panes en todos los colores, incluyendo unos deliciosos con miles de granos que me trae mi marido cuando se va de viaje y que demoro más en comerme que lo que él se tarda en volver a subirse en un avión. Luego vienen las cajitas con galletas que alguien abrió y nunca se terminó de comer, las canastitas para ceviche, las cajas con retazos de pasta de filo que siempre digo que voy a usar para algún invento pero nunca llega la sesión creativa y por el hacinamiento se reproducen. En ocasiones encontramos allí un rinconcito para guardar los helados. No funciona.

Más abajito están las carnes que son miles porque yo creo que en mi familia somos enrazados con tigres, y finalmente en el piso las cosas que aguantan el maltrato. En ocasiones hay plátanos rebanados y fritos una vez, en fila para convertirse en patacones, en otras hay yuca hervida para cualquier emergencia y de vez en cuando una bolsa de hielo. En la puerta ni les cuento: tortillas, cajas de pasitas, azúcares, harinas, y otros polvitos que suelen llenarse de bichitos en la despensa, cereales para el desayuno y hasta arroz.

Ni crean que me hace feliz tener todo ese reguero de cosas en el mismo lugar, pero si no son las hormigas, son los gorgojos, y si no, la maldita humedad de este país que se encarga de dañarlo todo. Me imagino que deben estar pensando, ‘claro, cómo pretende que los helados estén duros si no tienen espacio ni para respirar’. Hay algo de cierto en eso, pero lo que me tortura es la inconsistencia. Hay días en que están duros como una roca -deliciosos- y otros en que parecen batido.

Me sé toda la teoría acerca de cómo y dónde se deben colocar las cosas en un congelador. Entiendo cuántas libras de cosas puede mantener frías, le grito a mis hijos si lo abren cada cinco minutos; en fin, cumplo las reglas y los malditos helados deberían estar como de microondas.

Como estoy consciente del problema, estoy muy atenta a los comensales de helado de mi casa y he descubierto que algunos, cuando se los sirven, se quejan de que están aguados, pero si por alguna remota casualidad estuvieran duros, se pasan un buen rato batiéndolos con la cuchara para que se pongan suaves. ¿Quién entiende? Por eso digo que en casa somos como los Locos Addams. Cuando no es Morticia es Homero.


 
 
 
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