Yo hablo, tú hablas
Julieta de Diego de Fábrega
Me cuenta una amiga que durante un curso que estaba tomando, uno de los expositores manifestó que una de las diferencias más grandes entre hombres y mujeres radica en la cantidad de palabras que hablan por día.
Es posible que me equivoque en los números porque no los apunté –ya saben, lo que no apunto se me olvida– pero era algo así: los hombres hablan 25,000 palabras al día y las mujeres 150,000. Sucede pues que cuando el marido, novio o compañero se encuentra con su pareja en la noche, él ya ha dicho todas las palabras que tiene asignadas para ese día, mientras ella, la mujer, está en déficit y necesita sacarse del buche las 50,000 palabras que aún no ha dicho.
Ella, que no sabe que su pareja ya está a punto de sobregirarse en palabras, insiste en que él le comunique qué hizo ese día, cómo le fue, qué almorzó, etc. Él, por su parte, sólo quiere sentarse calladito en un rincón hasta que se le cierren los ojos.
Les comento que la afirmación de mi amiga generó todo un debate familiar en el que cada quien expuso su opinión. Ya habrán concluido que los hombres de la familia estaban felices con el dato, pues les parecía que era una justificación científica para su tan criticado silencio. Fue muy interesante porque descubrimos que algunos de los jóvenes de la familia han logrado descifrar –muy temprano en la vida por cierto– cómo funcionan las mujeres.
Uno, por ejemplo, dijo: ¿Cuál es el misterio? Cuando uno se reúne con una mujer lo único que tiene que hacer es preguntarle cómo te fue y poner el cerebro en disconnect, activándolo sólo cuando ella pronuncie palabras clave como ‘dinero’, ‘gasto’, ‘se murió’. En ese momento se pide más información. Así, la mujer queda convencida de que uno está prestando atención y uno queda finísimo.
Por otro lado, también escuchamos que los hombres han descubierto que cuando una mujer pregunta su opinión con respecto a un problema, no es porque quiere que le dé la solución, sino más bien que demuestre empatía y confirme que la solución que ella ha pensado es la correcta.
Me atrevo a diferir de esta opinión pues, si bien la parte de la empatía es totalmente cierta, uno sí quiere que le aporten sugerencias en cuanto a la mejor forma de atacar el problema, si no fuera así entonces no estaríamos preguntando. Esa partecita del debate la perdí y estuve a punto de ser linchada, pues todos los hombres del grupo estuvieron de acuerdo con la afirmación.
Por supuesto salió a relucir el temita de que yo no pregunto, interrogo. Lo acepto, a lo mejor equivoqué la profesión y debí haber estudiado leyes y trabajar como fiscal de distrito. Sin embargo, en mi defensa tengo que decir que aunque todos se impacientan con mis interrogatorios y en múltiples ocasiones sufren de pena ajena, con el correr del tiempo vienen a mí a buscar la información obtenida mediante el susodicho interrogatorio. Además, si bien reconozco que soy preguntona, no me ofendo cuando alguien no quiere contestar lo que pregunto.
En conclusión, confirmamos que definitivamente hombres y mujeres somos diferentes. ¡Qué más da! Si fuéramos iguales la vida sería aburridísima. Yo, por mi parte, concluyo también en que a pesar de las diferencias se hace necesario que busquemos un punto de encuentro en aras de mantener viva la comunicación. En vista de la diferencia abismal entre la cantidad de palabras que uno y otro necesitan hablar cada día, parece que nos tocará a las mujeres reducir una mayor proporción de lo que le tocará aumentar a los hombres.
Nada de nuevo en eso, las mujeres siempre hemos sido más ‘elásticas’ que los hombres y, al final, gústele o no a ellos, llevamos la batuta en lo que a temas de comunicación se refiere. ¡Así es la vida!
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