Invirtiendo los papeles
Julieta de Diego de Fábrega
En términos generales, los hombres panameños no son muy aficionados a la cocina. Tradicionalmente, sudar frente al fogón ha sido una tarea reservada a las mujeres. Claro que hay excepciones, pues no habría reglas sin ellas. Creo que las madres tenemos mucha culpa, pues educamos a las mujeres de la familia en el arte de cocinar y a los hombres jamás los invitamos ni a freír un huevo.
Sin embargo, hay una forma de conseguir que los hombres cocinen: comprar una barbacoa. Yo no sé si habrá alguna razón psicológica detrás de esto, pero lo cierto es que no hay nada que les guste más a los hombres que pararse frente a una parrilla bien caliente, de esas que botan más humo que el incendio de Roma, a puyar y voltear trozos de vaca, chancho o ave.
Pienso que debe ser porque se sienten omnipotentes y todopoderosos. En control de esta situación complicada con instrumentos punzocortantes en una mano y una cervecita bien fría en la otra para mantener la temperatura corporal en niveles adecuados.
Pero no vayan a creer que cocinan como las mujeres. No se les puede pedir tanto. En primer lugar alguien tiene que prepararles la materia prima. O sea que todo lo que es comprar, sazonar y acomodar lo tiene que hacer una mujer. También hay que proveerles las herramientas. Ellos nunca saben dónde están y si uno no se toma el trabajo de sacarlas con anticipación es oficial que se tienen que hacer 30 viajes a la cocina a buscar el tenedor, la pinza y la brocha, entre otras cosas.
El área de trabajo quedará hecha un verdadero estropicio. Salsa de barbacoa salpicadita por todos lados, las herramientas sobre la mesa –aun cuando uno les ponga un platito para colocarlas y salvar el mantel– y las bolsas de carbón en todos lados menos en la basura.
Si bien ellos están dispuestos a cocinar, no consideran que limpiar es parte del oficio, así es que al día siguiente no espere que se pasen tres horas restregando las parrillas sucias ni botando las cenizas que quedaron acumuladas.
Sin embargo, a pesar de todos estos detalles, es un espectáculo maravilloso observar al jefe de la casa con su delantal sintiéndose bien importante mientras cocina. Y es justo reconocer que el amo de la parrilla jamás come en paz, pues no bien se ha sentado a partir el primer pedazo de carne, sale alguien por ahí que dice que el suyo está muy crudo y tiene que volar a colocarlo otra vez sobre el fuego.
Típico de las parrilladas es que la comida salga a plazos. Que si primero los chorizos, luego las costillitas, la pieza grande para el final y así sucesivamente. Esto significa que mientras todo el mundo está picando, el señor del delantal tiene que comer parado frente a su estación de cocina, pues no puede descuidar la próxima tanda.
Lo bueno de preparar la comida a la parrilla es que es un evento compartido. El fuego siempre ha tenido un poder especial sobre la gente, seguro un recuerdo genético de aquellos días en que caminábamos más agachaditos, usábamos piel de animales para vestirnos y teníamos más vello sobre el cuerpo, así es que toda la familia revolotea alrededor del cocinero y es un buen momento para conversar y echar uno que otro chistecito.
El año pasado, para el cumpleaños de mi marido, lo llevamos a todas las tiendas de la ciudad en que vendían barbacoas para que escogiera la que quería que le regaláramos usando su tarjeta de crédito –esos son los mejores regalos que uno puede hacer–. Llegó a casa muy motivado, se pasó un buen par de horas armando su nuevo juguete y, sorprendentemente, no le sobró ni una tuerca.
Desde ese día nos invita periódicamente a degustar sus cocinados y tengo que reconocer que a pesar de los regueros que forma, las noches en que se convierte en el señor del fuego son maravillosas.
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