Publicado el viernes 8 de junio de 2007 - Edici�n No. 899 | Inicio | | Foros | Favoritos | Buzón | ? |
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DIARIO DE MAMA
Viajar: placer o pesadilla
Julieta de Diego de Fábrega

Cuando éramos niños, mi familia se trasladó a vivir a Estados Unidos, pero no tengo absolutamente ningún recuerdo de haberme subido a un avión, ni sé qué me dieron de comer ni cuántas veces mi mamá tuvo que llevarnos al baño. Pensándolo bien, a lo mejor ni nos fuimos en avión. Por otro lado, recuerdo perfectamente nuestra movilización en tren desde la costa este de ese país hacia la soleada California. Vaya usted a saber por qué algunas estampas han desaparecido de mi álbum.

Los próximos recuerdos de viajes se limitan a imágenes del viejo Aeropuerto de Tocumen, despidiendo o recibiendo a alguien. Hasta me acuerdo de cómo olía. Allí, los viajeros, supremamente bien ataviados, debían esperar en largas colas mientras los agentes buscaban su nombre en unas listas escritas a máquina y rezaban para que la mecanógrafa no se lo hubiera saltado al escribirlas.

Uno veía a la gente empinada en la punta de los pies indicándole al agente, ‘allí, el número 15, ese soy yo’. Los boletos de avión eran unas libretas llenas de paginitas de papel químico, también escritas a máquina y en algunas ocasiones a mano, que uno debía guardar como oro en polvo, pues de extraviarse, quedaba uno botado en algún rincón del mundo.

Con la internet y demás modernismos todo ese papeleo es cosa del pasado. Uno llega a la fila bien ‘empijamado’, porque así viaja la gente ahora, en buzo de hacer ejercicios y chancletas de levantarse, con el pasaporte y un par de legañas en los ojos y como por arte de magia las máquinas saben uno quién es y para dónde va. En los aeropuertos más modernos uno mismo pasa el pasaporte o una tarjeta de crédito por un escáner y listo, la máquina imprime los pases de abordar. Ya sólo falta que un robot agarre las maletas y las ponga en la correa.

Pero no todo es color de rosa a la hora de viajar. Las maletas, o más bien su peso, se han convertido en un estrés enorme. Ya eso de que uno tiene derecho a dos maletas no procede, porque los famosos dos bultos tienen que ser de tal o cual tamaño y no pueden pesar ni una onza más de una cantidad de libras predeterminada.

Eso ha ocasionado que quienes tienen en casa una pesa amigable que les dice a diario que pesan de tres a cinco libras menos de las que en realidad cargan sobre los huesos, al llegar al mostrador se ven obligados a sacar un montón de prendas –algunas íntimas– y moverlas de un lado a otro, entregarlas a la persona que los llevó al aeropuerto o pagar un poco de plata por sobrepeso.

En la mayoría de los casos el pago consiste en una cifra fija y no una tarifa por libra de exceso como en los tiempos de antes. Pero bueno, eso se resuelve con un poco de organización. Lo que sí es que ya nada de viajes de shopping a otros países porque luego de sumar el sobrepeso y prorratearlo entre lo adquirido, sale mejor comprar todo localmente. Además, aquí los precios son mejores que en el resto del mundo.

A lo que todavía no me acostumbro es a la ‘quitadera y ponedera’ de zapatos. ¿Qué les puedo decir? Los pisos ajenos me dan asco. Trato de viajar con medias para no tener que poner mis piececitos en el piso cochino, pero igual después tengo que meterlos en los zapatos con las medias cochinas. Lo último en regulaciones de viaje es que el ni brillo de labios ni la pasta de dientes pueden viajar con uno. ¡Qué plomo! Claro que prefiero llegar viva a mi destino, aunque sea con los labios cuarteados y con mal aliento, pero la verdad, la verdad, cuando uno sale apuradito de casa y no tiene tiempo de vaciar la cartera deja un montón de dólares en la canasta de la puerta de salida.

En cuanto al servicio en los aviones, esos ya son otros quinientos pesos –que hay que gastarse en comida antes de subir– pues del juguito y los manís no pasa la mayoría de las aerolíneas. ¡Qué falta de glamour! Al final, más fácil y más divertido es ir a El Valle de Antón que salir del país.


 
 
 
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