Publicado el viernes 2 de febrero de 2007 - Edici�n No. 881 | Inicio | | Foros | Favoritos | Buzón | ? |
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Cuando fui a conocer el 'cheesecake'
Julieta de Diego de Fábrega

Así como ‘Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo’, yo recordaré para siempre la tarde en que mi papá me llevó a conocer el cheesecake. Y aunque éste no sea un descubrimiento tan importante como aquel, en mi libro la experiencia está catalogada como memorable.

Correría el año 1966 pues yo debía tener 11 años a lo sumo. El Hotel El Panamá era un lugar hermoso con una colina verde frente a los balcones de sus habitaciones, que juntas constituían uno de los edificios más imponentes de la ciudad. Los talingos se posaban sobre los cables de electricidad y entonaban el característico canto con que despiden la tarde. Sé que no son aves muy apreciadas en nuestro país, pero a mí esa algarabía siempre me trae buenos recuerdos.

La cafetería del hotel estaba a lo que uno entra a la izquierda, donde ahora creo que hay un pequeño bar. No sé si tenía banquetas tipo diner americano o mesas, pues la decoración general escapa de mi memoria. Lo que sí recuerdo a la perfección es que tenía un mostrador con bancos altos donde uno podía sentarse a comer.

Una tarde mi papá me invitó a comer lo que él describía como el dulce más rico del mundo. En retrospectiva creo que aquello de informarnos que lo que íbamos a comer ‘era lo más rico del mundo’ era una táctica para hacernos probar toda suerte de alimentos extraños, pues lo mismo nos dijo del germen de trigo, de la carne de tortuga, de los huevos de iguana y del hígado que se servía en casa los martes. Pero, independientemente de su táctica introductoria, el cheesecake le fascinaba.

Para mí esa tarde estuvo llena de emociones intensas que me hicieron sentir tan, pero tan importante. Así era mi papá, convertía cualquier vivencia común en una verdaderamente épica. En primer lugar quiero que se ubiquen en el tiempo. Por aquellos días las sodas costaban un ‘rial’, al igual que los pastelitos y las pastillas de salvavidas. Un pedazo de cheesecake en el Hotel El Panamá costaba algo así como un dólar con 50 centavos. Mi papá era muy generoso, pero no ‘botarate’, así es que el sólo hecho de que compartiera conmigo un plato tan caro me hizo sentir como una reina.

Para cuando pusimos pie en la cafetería, él ya me había explicado todo sobre este desconocido dulce. Me había contado que lo comía cuando vivía en Estados Unidos y que este era el único lugar en Panamá en que lo servían. Según él, por lo menos. Me había explicado también que se podía acompañar con fresas, pero que aquí lo servían solo y que así era más rico pues se sentía el verdadero sabor y toda la cremosidad del queso.

Nos acercamos al mostrador y antes de sentarse me levantó en peso sosteniéndome por las axilas, como suelen hacer los padres, y me ubicó en un banco. Con mis patitas colgando, pues no eran lo suficientemente largas para llegar a la barra de metal en que uno pone los pies, esperé con ansia que la joven pusiera frente a nosotros el tan cacareado cheesecake, mientras mi papá me explicaba que, como era muy costoso, compartiríamos una porción entre los dos, pero que eso no era problema pues los trozos eran grandes y el dulce ‘pesado’.

Mi papá comía como un desesperado, así es que supongo que nos habría tardado exactamente cinco minutos dar buena cuenta de aquel triángulo blanco que nos pusieron enfrente, pero en el reloj de mi vida se grabaron como si fueran horas. Parece mentira que cinco minutos hayan bastado para que yo me sintiera gente grande, princesa, gourmet y mujer de mundo. Espero nunca estar frente a un pelotón de fusilamiento, pero sé que jamás voy a olvidar la tarde en que fui a conocer el cheesecake.


 
 
 
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