Publicado el viernes 1 de diciembre de 2006 - Edici�n No. 874 | Inicio | | Foros | Favoritos | Buzón | ? |
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Lo que la edad se llevó
Julieta de Diego de Fábrega

La semana pasada les conté sobre mi pobre chequera, que a través de los años se convirtió casi en mi confidente. Muchos de ustedes estarán pensando por qué será que no hago lo que otras personas normales y, en lugar de abultar el estuche de mi chequera con ideas, papeles y papelitos, llevo mis registros en una agenda.

Es muy sencillo, nunca aprendí a usarla correctamente cuando era joven y para ser honesta las cosas que aprendí tarde en la vida no las aprendí muy bien. Tengo una agenda, claro que sí, pero la mayor parte del tiempo no está conmigo. Le doy gracias a Dios por el calendario de Outlook que se ha convertido en mi segundo mejor amigo, después de la chequera.

Como paso la mayor parte del día frente a la computadora, cada vez que me llaman para una cita, evento o tarea, lo abro y anoto allí lo que tengo que hacer. Lo imprimo, doblo la hoja y la guardo ...adivinaron... dentro de mi chequera.

Por mucho tiempo me pregunté cómo es que las ocurrencias de mi vida cuando era niña o adolescente llegan a mi memoria con lujo de detalles, mientras que lo que me sucedió ayer elude mi memoria irremediablemente. Luego de mucho pensar concluí que la respuesta es sencilla, en aquellos días tenía buena memoria y ahora no tengo memoria del todo. Con el transcurrir de los años simplemente me abandonó.

Yo misma me desespero cuando trato de recordar qué llevo puesto -en términos de vestimenta- o para qué caminé hasta la cocina. Guardar artefactos, muchas veces significa perderlos para siempre, pues dos días después no tengo la más remota idea de dónde los puse. El pobre San Antonio ya ni me para bola, pues lo vuelvo loco convocándolo tres y cuatro veces al día a ver si ‘me aparecen’ cosas que sé que ‘guardé’ en el lugar perfecto para que no se perdieran. El problema es que generalmente se me pierde el lugar.

Este asunto de ser desmemoriada no me gusta para nada. No me acostumbro a estar en la nebulosa, yo antes era una persona conectada con el mundo y sus eventos. Me sabía los números de teléfono de todo el mundo, no me molestaba que los sistemas de seguridad de los bancos me pidieran que cambiara mis pines cada tres meses y podía ir al supermercado y traer absolutamente todo lo que faltaba en mi casa sin llevar una lista.

El otro día una amiga me comentó que a su mamá le habían recomendado una pastilla para mejorar el funcionamiento del cerebro y pensé que a lo mejor debía incluirla en mi menú diario, a ver si las neuronas se despiertan de su letargo y se ponen en algo. Pero soy medio terca y no me resigno a ser desmemoriada.

Lo que hago es que cuando quiero recordar algo, me concentro y trato de revivir el momento en que recibí la información. No es fácil. Tengo que repetir en mi cabeza conversaciones enteras buscando la pieza extraviada. Cada día admiro más a esas abuelitas que a los 80 años pueden sentarse por horas y contarle a uno historia tras historia con puntos y comas. Y admiro aún más a las que al primer intento identifican a la persona con quien hablan, porque sospecho que pronto entraré en la etapa de nombrar a todos mis hijos antes de pronunciar el nombre de aquel al que quiero llamar.

Además de la memoria, la edad se ha llevado otras cositas como un metabolismo que solía caminar con energía, permitiéndome comer absolutamente todo lo que a mi paladar se le antojaba y las ganas de dormir hasta tarde -o simplemente dormir-. Gracias a Dios, las ganas de reír y bailar aún están intactas y espero que se queden conmigo hasta que me salgan canas.


 
 
 
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