Aunque me quede corta, ahí va
Julieta de Diego de Fábrega
Hay ciertas piezas que me salen del buche sin mucho trabajo, es como si se hubieran estado cocinando a mis espaldas por largo tiempo y cuando destapo la olla simplemente aparecen completitas y perfectas. Otras, por supuesto, me cuestan más trabajo y lo raro es que generalmente no es porque no sepa lo que quiero decir, sino más bien porque no sé cómo decirlo.
Este es el caso de hoy. Sé que les quiero hablar de Marta Stella Clement de Vallarino, pero no sé cómo hacerle honor con palabras. Podría pasarme la próxima media hora haciendo una lista de adjetivos y todos serían más que apropiados, pero no es mi estilo y creo que ella se merece más que eso. Lo justo sería encontrar su esencia. Esa que no quedará enterrada con sus cenizas.
Siempre que pienso en lo que Dios quiere de nosotros, sus hijos, termino escuchando a San Agustín afirmar: ‘Ama y haz lo que quieras’. Hasta allí conocemos de lo que dijo el santo, pues escogemos pensar que ‘lo que quieras’ nos da permiso para cualquier cosa. Sin embargo, su afirmación completa fue ‘Ama y haz lo que quieras –si te callas, hazlo por amor; si gritas, también hazlo por amor; si corriges, también por amor; si te abstienes, por amor–. Que la raíz de amor esté dentro de ti y nada puede salir sino lo que es bueno’.
Allí encuentro la esencia de Marta Stella, en el amor. Ese amor grande que tenía por la vida y que la llevó a ejecutar cada día como si fuera el último. Siempre con una buena provisión de aceite para su lámpara como las vírgenes sensatas, siempre lista para la llamada del Señor.
He allí, que aunque suene contradictorio, deja un vacío muy grande, pero lo deja lleno. Lleno de su vivacidad, de su buen humor, de su energía, de su siempre ‘estar re-bien’ con una ere de varias sílabas. Con nosotros dejó sus sueños grandes. Algunos que a punta de soñarlos y soñarlos tanto los convirtió en realidad, otros que nos los deja de tarea.
Siempre la creí una persona de ‘para qués’, nunca de ‘por qués’. No tenía tiempo para cuestionar los inconvenientes, había que superarlos. Había que seguir adelante y una piedra en el zapato sonaba insignificante con tanto andar por delante.
A Marta Stella la podríamos recordar como la dama en todos los eventos, pero seguramente quienes la conocieron prefieren guardarla en la memoria como la dama en todos los corazones. Porque si una cualidad tenía esta señora, era que sabía cómo tocar los más íntimos rincones del alma, aun cuando en ocasiones fuese necesario entrar sin permiso. Lo hacía por amor y bastaba.
¡Muchacha, qué bien te ves! Era una de sus expresiones favoritas. Era lindo escucharla, especialmente en aquellos días en que uno andaba por el mundo arrastrando las cutarras. En un segundo y entre dos signos de admiración bien puestos se le componía a uno la vida de inmediato. Y quería uno verse bien y estar bien como ella. Era la magia del elogio sencillo que proviene del corazón.
En su vida conoció tristezas y angustias, pero nunca dejó que aminoraran su marcha decidida. Ella iba para donde iba y punto. Y así como iba, a toda velocidad, tenía tiempo para escuchar, para entregar la palabra justa, el abrazo que se extrañaba, un pedacito de sí misma. Tenía suficiente para todos.
En vida se le honró con múltiples distinciones y seguramente todavía le quedan muchas por recibir, todas muy merecidas, pero sabiendo que sus obras no fueron producto del afán de brillar –como en efecto brilló–, estoy convencida de que lo que más disfruta allá en su nueva casa es saber que acá la seguiremos queriendo.
En el cielo deben estar de fiesta disfrutando de la compañía de la hermana recién llegada, que luce elegantísima en su traje de hilo, sus collares de mil vueltas y sus zapatos de tacón; que reparte piropos a diestra y siniestra, y que ya está organizando una serenata espectacular. ¡Cantemos con ella! ¡Por la vida!
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