Publicado el viernes 25 de mayo de 2007 - Edici�n No. 897 | Inicio | | Foros | Favoritos | Buzón | ? |
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Emocionante reunión
Julieta de Diego de Fábrega

Llegué a Chicago llena de ilusión, no sólo porque el viaje prometía ser muy divertido, sino porque también, como les conté hace unas semanas, había hecho los arreglos para reunirme después de treinta y puf de años con mi compañera de cuarto de la universidad.

Chicago es una de esas ciudades mágicas que lo envuelve a uno como el canto de las sirenas. Bueno, como dicen los cuentos que lo embrujan a uno estas criaturas fantásticas, pues yo nunca me he encontrado con una cara a cara. Si uno llega a Chicago en cualquier época del año que no sea invierno y la encuentra allí muy sentadita junto al lago Michigan, que más bien parece un mar, y con el río Chicago bañándole los pies a los grandes edificios de su downtown, seguramente sentirá la tentación de escogerla como lugar de residencia en el acto.

La arquitectura de Chicago es preciosa. Sus edificios tienen que pararse de puntillas para rascar los cielos, pues en general no son tan altos como los de Nueva York, aunque la Torre Sears es el edifico más alto de Estados Unidos de Norteamérica, y cada uno muestra un estilo especial. Así, al caminar por las aceras de la Avenida Michigan, que son casi del tamaño de las calles de nuestra ciudad, uno puede ver el cielo y jamás se siente atrapado por las moles de concreto.

Ahora bien, Chicago en invierno es otra historia y hay que ser descendiente de esquimal para tolerar las fuertes ventiscas y las temperaturas extremas. Y el que no me crea que vea uno de esos episodios navideños de E. R. y se fije cómo todos los médicos pasan sus descansos titiritando fuera del hospital.

Pero basta de cuentos sobre la ciudad y volvamos al tema que nos atañe: mi reunión. Como el programa del viaje incluía varias actividades de grupo, no fue sino hasta el tercer día de mi estadía que dispuse de tiempo libre para salir a cenar con Bárbara. El plan incluía a los maridos de ambas y no sé si en principio iban embarcados, pero lo cierto es que se divirtieron mucho.

Ella escogió el restaurante –lógico, pues ella es la que tiene casi 50 años viviendo allí– y la hora de reunión era las 7:30 p. m. Sabíamos que tomaba más o menos 20 minutos caminar desde el hotel hasta el restaurante, así es que a las 7:00 en punto salimos muy dispuestos a ejercitar las piernas para poder caminar bastante. El clima nos traicionó esa noche y tan pronto estuvimos en la acera Toño dijo ‘nos vamos en taxi porque con este viento frío yo no camino’.

Se podrán imaginar que llegamos a nuestro destino en exactamente cinco minutos, así es que nos tocó esperar a que Bárbara y Jay llegaran a la hora indicada. Nos sentamos en la barra a tomarnos un traguito para matar el tiempo y la verdad es que el corazón me palpitaba un poco más rápido de la cuenta. Toño, mi esposo, estaba seguro de que pasados tantos años no nos íbamos a reconocer, pero se equivocó. A las 7:25 en punto la vi entrar por la puerta rotativa, tal y como entraba a nuestro cuarto cada noche.

La cena se nos pasó como una exhalación. Había mucho que contar, muchas historias que compartir y a pesar de la gran alegría que nos causó vernos, tuve que aguantarme el mini-regañito de ‘me abandonaste’, lo cual es totalmente cierto. El segundo año nunca llegué a ocupar con ella el precioso cuarto que había conseguido con un bay

window y baño privado. Bueno, llegué a buscar mis ‘tilinches’, pero no a quedarme.

Lo bueno de todo esto –regaño incluido– es que retomamos la amistad que dejamos en el limbo hace tres décadas y que ahora que somos grandes y responsables, no la dejaremos morir nuevamente.


 
 
 
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