Publicado el viernes 30 de marzo de 2007 - Edici�n No. 888 | Inicio | | Foros | Favoritos | Buzón | ? |
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DIARIO DE MAMA
Los huevos que nadie quiso
Julieta de Diego de Fábrega

Cuando mis dos hijas mayores eran niñas, tuve que viajar a Puerto Rico para un entrenamiento. El viaje era justo antes de Semana Santa. Mis padres estaban en Miami, así es que invitaron a mis hijas a pasarse unos días con ellos para que a mi regreso pudiéramos disfrutar de la Pascua Florida juntas.

Todo bien hasta allí. El curso magnífico y yo llegué a Miami con suficiente tiempo para darme una vueltecita por las tiendas a buscar pastillas, huevos de chocolate y otros detalles. Andaba yo en esas pesquisas cuando recordé que de niña el Conejito dejaba en mi casa unos huevos blancos –igualitos a los que ponen las gallinas– cuya cáscara era dulce y durísima y cuando se agujereaba de tanto lamerla encontrábamos una delgada capa de chocolate y un premio.

Yo tenía años de no ver esos huevos en Panamá y la verdad no sabía si era porque simplemente ya no existían o porque su importador había decidido no comprarlos más. Pensé ‘en U. S. A. , el país donde hay de todo, seguramente se deben conseguir’.

Fui a supermercados, chocolaterías, tiendas de tarjetas donde también venden dulces, enormes tiendas por departamento donde venden de todo, y nada. Llevaba ya dos días en la misión, me estaban empezando a doler los pies y creo que hasta el alma, pues me había hecho la ilusión de que mis hijas probaran esta delicia de mi infancia. La búsqueda era difícil pues la única referencia que tenía eran mis recuerdos de la infancia y las dependientes resultaban muy jovencitas para tener memorias tan viejas como las mías.

Estaba a punto de colgar los guantes cuando una señora me dijo ‘yo creo que lo que tú buscas son huevos Perugina’. No estaba muy segura de que fuera así, pero ante el fracaso inminente pensé ‘ahora por lo menos puedo preguntar por un producto con nombre’. Como la señora se había mostrado tan conocedora, me atreví a preguntarle si ella sabía dónde podía adquirirlos. ‘Yo creo que en la sección de chocolates de Burdines los tienen’, contestó. Y yo ni sabía que Burdines tenía una sección de chocolates, jamás la había visto, estaba como en el ultimísimo piso, después de los muebles y las maletas.

Allí los encontré, tal y como yo los recordaba, blanquitos por fuera y al moverlos junto a mi oído podía escuchar el premio anunciando su presencia. Costaban su buen par de dólares, así es que me limité a comprar dos para cada una de mis hijas, cuatro en total. Llegué a casa con el corazón palpitando rapidito de la emoción y rogando que fuera domingo rápido para ver a mis hijas pasar la lengua por esa concha azucarada una y otra vez.

Y el domingo llegó, yo escondí mis flamantes huevos –no muy bien– hago constar, porque quería que mis hijas los encontraran rápido. Prácticamente las llevé de la mano al escondite y traté de que los abrieran por ahí mismo, pero tuve que tener paciencia pues ellas estaban más interesadas en seguir buscando caramelos que en probar esta cosa rarísima que para empezar no era ni rosada ni amarilla ni celeste, sino blanca como los huevos que estaban en la refri.

Pero el momento anhelado llegó. Abrieron los huevos, empezaron a chuparlos y a los dos minutos se habían aburrido. Y yo por acá como entrenador de natación dándoles instrucciones para llegar al chocolate y al premio. Llegaron al chocolate, sí, sólo porque yo personalmente partí uno de los huevos para demostrarles que no estaba mintiendo. Lo probaron y ¿saben qué?, lo detestaron, porque no era chocolate de leche, sino chocolate semi-dulce, un sabor al que ellas no estaban acostumbradas.

¡Tanto esfuerzo! ¡Tanta gasolina! Y sólo yo estaba interesada en los huevos. Primero quise llorar de la frustración, luego intenté por segunda vez que mis hijas se los comieran y finalmente concluí en que lo único que iba a sacar de esta aventura era una historia. La verdad esta resultó mucho más perdurable, así es que un ¡hurra! por los huevos que nadie quiso.


 
 
 
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