Publicado el viernes 12 de octubre de 2007
  Edición No. 917
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Balcones

Julieta de Diego de FÁbrega

A diario veo anuncios en los periódicos sobre nuevos proyectos habitacionales. Edificios enormes y supuestamente divinos donde un grupo grande de personas va a vivir en un futuro cercano.

Cuando miro las imágenes noto que muchos de los apartamentos están diseñados para que la gente viva bien encerradita con aire acondicionado, pues no veo ni balcones ni muchas ventanas. Desde mi ventana veo edificios más viejitos, todos construidos entre los 70 y los 80 y la mayor parte de los apartamentos tienen balcón.

Yo digo que aunque uno viva en una ciudad siempre tiene la necesidad de sentir el aire fresco -o caliente-, el olor de la lluvia o simplemente de sentarse a mirar hacia el infinito. Entiendo que en nuestra ciudad de hoy, los balcones se han convertido en un punto de acumulación de hollín -por la enorme cantidad de autos que circula por las calles- y que antes de poderse uno sentar a mirar hacia el famoso infinito hay que pasarle un trapo a las sillas y las mesas para no quedar con la ropa negra, pero aún así, siguen siendo un lugar delicioso.

Cuando la ciudad era más amistosa, la gente colocaba canastitas con soga en las barandas y cuando pasaba el periodiquero gritando a voz en cuello qué diarios llevaba debajo del brazo, uno ponía las moneditas en la canasta y pa´rriba venían los diarios. Igual sucedía cuando pasaba el señor de la carretilla con pescado, o el que vendía naranjas, o el señor de la canasta con pan de dulce.

Esta rudimentaria forma de comprar era en cierta forma la predecesora de las compras por internet -esas que se hacen sin abandonar el hogar-. Pero desde los balcones se llevaban a cabo muchas actividades más. Por ejemplo, si los niños estaban en la planta baja esperando el bus, los papás les gritaban desde arriba que habían dejado parte de los libros y desde allá se zumbaban. Las moneditas o se metían en la canasta si había, o se envolvían en un pedacito de papel y ¡ahí va!

Para los carnavales algunos aprovechaban para ganarse unos reales adicionales vistiéndose de diablicos y moviéndose al ritmo de la caja por unos minutos frente a los ojos de los espectadores, quienes -desde un balcón, por supuesto- les lanzaban monedas en pago por el espectáculo. ‘Un real y bailo’ era la línea con que nos convencían de que nos mantuviéramos atentos y siempre a uno de los espectadores le tocaba ir a buscar el pago. . . ‘anda, vuela, búscame la cartera. . . ’ y terminado el baile, volaban las monedas.

A veces, en las noches, me voy a la terraza de mi apartamento, me ‘arrecuesto’ sobre la baranda y me quedo un largo rato viendo cómo cambia la ciudad frente a mis ojos. Hay días en que incluso puedo ver hacia el pasado y frente a mis ojos pasa la gallada de pelaítos patinando en lo que antes era una calle sin salida. No con esos patines elegantísimos que usan los chiquillos hoy, sino con unos que requerían un grado en ingeniería sólo para ponérselos y que luego de un rato había que volver a ajustar, pues el movimiento los aflojaba. Por eso era que para patinar había que tener la llave de los patines colgada en el cuello.

Sobre el pavimento aparecen las marcas negras de las llantas de las bicicletas, que luego de venir a toda velocidad frenaban con un chirrido y causaban la admiración de los menos diestros. En ocasiones veo ‘bonchaos’ de jovencitos con arbolitos de Navidad amarrados a las bicicletas, porque el 6 de enero era la fecha de la gran fogata.

Cuando regreso de mi viaje por el tiempo, tengo frente a mis ojos un enorme hueco en la tierra mojada en el que han estacionado toda la maquinaria que ayudará a levantar un nuevo edificio, y me pregunto qué veré desde mi balcón en 10 años. Si es que tengo balcón.


 
 
 
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